El silencio de sus reconocidas voces cada nuevo día. La carencia de esas tiernas miradas que solían cruzar contigo a menudo. La ausencia de ruido en un dormitorio vacío. La inexistente espera ante la puerta del baño, sin necesidad de coger turno para la ducha. La ausencia de unos cepillos de dientes con diferentes colores, que siempre acompañaban al tuyo. La desocupación y el vacío de unas sillas, donde solían sentarse junto a ti, la repentina amplitud de un sofá tantas veces disputado, y que al final siempre acabábamos compartiendo en familia. La desaparición del sonido de unos pies descalzos caminando con pisada firme de uno a otro lado en dirección a la cocina, para abrir y cerrar la puerta de la nevera saciando su joven apetito, con cierta desesperación.
De pronto.
Esos ruidos de llave al otro lado de la puerta que ya no se oyen anunciando sus llegadas, esos "¡hola, ya estoy en casa!", que tanto se echan de menos. Esos besos y ese "hasta luego" en cada salida del hogar al encuentro con sus planes, esos comentarios de rutina por pequeños que fueran en cada regreso, las sonrisas regaladas en los días felices, o sus gestos serios cuando tocaba afrontar y vivir alguna que otra preocupación.
Aún hoy, nos parece estar oyendo sus murmullos al otro lado de la puerta de vez en cuando, en esas tantas noches en las que el uno al otro, decidían confiarse como buenos hermanos. Algún que otro secreto en la intimidad de su habitación.